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Hace cuarenta años, en una galaxia muy lejana llamada Hollywood, se estrenaba una película en la que nadie creía. Lo hacía en 37 salas y abandonada a su suerte por su estudio, Fox. Ni siquiera su director, una joven promesa llamada George Lucas, se presentó al estreno. Estaba tan deprimido que se recluyó en Hawai esperando el batacazo. Y de repente ocurrió. La gente se enganchó a esa mezcla de western, película de samuráis y Flash Gordon. El público aplaudía con fervor en cada escena y se enamoraba de esos nombres imposibles: Luke Skywalker, Leia Organa y Han Solo. También de uno de los villanos más imponentes y originales que había dado el cine, Darth Vader, que con la voz de James Earl Jones metía el miedo en el cuerpo.

Las salas se fueron sumando al fenómeno y acabaron llegando a más de 1.000. Las colas daban la vuelta a la manzana y los telediarios hablaban de ella. En tres meses ya había recaudado más de 100 millones de dólares e hizo que las acciones de Fox doblaran su valor y duplicara sus ganancias anuales. Nadie esperaba semejante éxito. También fue crítico. El filme -que había costado menos de 10 millones de dólares- acabó con 300 millones en las arcas, seis premios Oscar en su haber e incluso nominada como Mejor película y Director. En Fox daban palmas con las orejas, con poco presupuesto se estaban forrando, pero realmente el acuerdo fue perjudicial para ellos y tenía un sólo ganador: George Lucas.

El director había paseado un tratamiento de guion de Star Wars: Una nueva esperanza sin éxito por los estudios hasta que Fox aceptó. Lucas no pidió mucho dinero, pero sí pidió tres cosas: control sobre la película, los derechos sobre posibles secuelas y sobre el merchandising derivado del filme. Todos pensaban que estaba loco, ¿quién iba a querer un juguete de un monstruo peludo o una camiseta de una princesa que en vez de corona tenía dos ensaimadas en la cabeza? Acababa así una pesadilla que casi cuesta la salud del hombre que cambió la industria de Hollywood, y al que muchos le echaron en cara -junto a su amigo Steven Spielberg- haber convertido la meca del cine en una fábrica de juguetes.

MIEDO Y ASCO EN TATOOINE

El rodaje de Star Wars ha sido objeto de habladurías durante mucho tiempo. Al principio parecían leyendas urbanas, pero poco a poco los implicados fueron confirmando que la filmación fue un infierno como el que sufrió su mentor Coppola con Apocaypse Now. “Fue un desastre. Muchos le preguntaron si la película funcionaría”, contaba a AFP Gary Kurtz, productor de los episodios IV y V y amigo de Lucas. El pensaba que sí, pero poco a poco fue perdiendo la confianza.

Lucas venía de dirigir un largometraje de ciencia ficción, THX 1138, que horrorizó a la Warner. Sus tintes filosóficos la hacían veneno para la taquilla. Así fue, ni siquiera llegó a los tres millones de dólares. El director se vino abajo, pero se recompuso para dirigir y estrenar un filme que sí que funcionó en las salas, American Graffiti (sumó más de 115 millones en EEUU) y recuperó la ambición y las ganas de rodar una idea que rondaba por su cabeza. Además, había descubierto a una estrella en ciernes a la que convenció para estar en su nuevo título, se trataba de Harrison Ford.

Lucas quería revivir la esencia de las películas del oeste, y de series como Flash Gordon que le apasionaba, y escribió con esos mimbres un boceto de trece páginas. Lo enseñó a todos los ejecutivos. Era un director exitoso en esos momentos, pero nadie quería esa space opera en la que sólo él parecía creer. Fox buscaba una promesa y le permitió el capricho de gastarse menos de diez millones de euros en su juguete. Tres de ellos fueron para maquetas y efectos especiales. Para ello creó Industrial Light & Magic (ILM) y contrató a John Dykstra, el mejor en su campo.

El rodaje fue todavía peor. El equipo se reía de lo que se rodaba, los actores hicieron comandita y no entendían que hacían vestidos con esas ropas y montando en naves espaciales. Además, todo el mundo se quejaba de que los diálogos eran horribles. El propio Harrison Ford, al que Lucas había descubierto se lo echó en cara delante de todos. “Tú puedes escribir esta mierda si quieres, pero te aseguro que decirla es imposible”, zanjó.

No puedo decir que esté disfrutando de la película. Nuevos diálogos basura me llegan cada dos días en tacos de papel rosa y ninguno hace que mi personaje sea más claro o incluso soportable
La única estrella del reparto, Alec Guinness, tampoco era mucho más optimista, pero su educación británica le hizo guardarlo en secreto hasta que en su libro Alec Guinnes: la biografía autorizada se publicó una carta que envió a su amiga Anne Kaufman en marzo de 1976 y que decía lo siguiente:

“No puedo decir que esté disfrutando de la película. Nuevos diálogos basura me llegan cada dos días en tacos de papel rosa y ninguno hace que mi personaje sea más claro o incluso soportable. Sólo pienso, por suerte, en el estupendo pan, que me ayudará a seguir adelante hasta el próximo abril. Debo partir al estudio y trabajar con un enano, su compatriota Mark Hamill y Tennyson Ford, un hombre alto y lánguido que es probablemente inteligente y divertido. Pero ¡Señor, Señor!, me hacen sentir como si tuviera 90 años y me tratan como si tuviera 106”.

A pesar de todo y de todos acabó la película y se la enseñó a dos amigos, Brian de Palma y Steven Spielberg. El primero la destrozó. Se rió de los Jedi y dijo que no entendía nada. Sólo Spielberg le apoyó y le dijo algo que fue una premonición: “Es fantástica, va a recaudar cien millones”. Se quedó corto. Ni el olfato del director de Tiburón pudo predecir el fenómeno social y cultural que cuarenta años después está más vivo que nunca.

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