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Hace cuarenta y cuatro años, un joven llamado George Lucas, recién salido de la escuela de cine de California, logró firmar un acuerdo con United Artists (UA) para dirigir dos películas. La primera, titulada «American Graffiti», ganaría un globo de oro y estaría nominada a cinco Oscar. La segunda incluida en el acuerdo era una imposibilidad estadística y, como afirmó un ejecutivo de UA tras ver la propuesta inicial, no sería filmada «bajo ningún concepto».

Se llamaba «Star Wars».

Tener un contrato, en sí mismo, no significaba nada. En Hollywood, los acuerdos de entrega de películas en aquella época eran casi papel mojado, y el joven realizador no tenía una posición fuerte en la industria. Había estado, de hecho, a punto de no dedicarse a dirigir, porque quería ser piloto. Al salir de la universidad había intentado enrolarse en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, pero le habían rechazado por tener demasiadas multas por exceso de velocidad. Ambos conceptos eran tan premonitorios como providencial una diabetes que le impidió ir a la guerra de Vietnam, aunque había sido llamado a filas.

Lucas tenía un problema, sin embargo. Él no quería hacer películas sobre el paso de la juventud a la madurez, como «American Graffiti». La cinta había conquistado a los críticos y a la taquilla en agosto de 1973, pero todas las productoras querían que continuase en el camino de la comedia. Sin embargo, el joven director estaba obsesionado con crear una película de espadachines en el espacio, basada en el personaje de Flash Gordon. «No logré comprar los derechos, pero sí rastreé las fuentes de la creación de Alex Raymond hasta Edgar Rice Burroughs e incluso Julio Verne», diría Lucas en 1999. Sus afirmaciones han sido, sin embargo, desmentidas por los cercanos a él en los tiempos iniciales, y tienen más que ver con su afán por reescribir su propia imagen que con la realidad.

Cuenta Francis Ford Coppola, íntimo amigo de Lucas, que cuando no logró los derechos para Flash Gordon dijo: «Bueno, crearé el mío propio». Entonces comenzó a escribir un guión remotamente basado en una película que le apasionaba, «La fortaleza escondida», de Akira Kurosawa (1958). Había varios conceptos que se mezclaban en su cabeza, pero eran todos ellos difusos, inasibles. Veía a un malvado señor medieval con un casco negro, un castillo volador, sables cuya hoja fuese de luz en lugar de metal. Veía a un par de granjeros, uno alto y espigado y uno gordo, a una reina que cambiaba sus ropajes con la doncella cuando se veía en peligro. Incluso pensaba que el malvado señor medieval del casco negro debía cambiar de bando al final de la historia, como ocurría en otra película de Kurosawa.

Lucas saqueó los motivos kurosawianos con la misma falta de rubor con la que el genio japonés hizo con Shakespeare. Pero sus propuestas iniciales a los estudios seguían siendo rechazadas, una tras otra. Los estudios creían que era muy arriesgado, pese a la estrella ascendiente del joven director, crear una película con aquellas características en un momento en el que el público demandaba películas más oscuras, realistas. Los setenta, para el cine, eran esencialmente gente compleja hablando con otra gente compleja en habitaciones cerradas, y la amplitud de miras y el maniqueismo del proyecto galáctico chocaba con la cortedad de los estudios.

La obsesión de Lucas

George Lucas no paró de reescribir el guión una y otra vez, deseoso de encontrar una salida a aquella obsesión. Su primer tratamiento, titulado «El diario de los Whills», narraba la historia de CJ Thorpe, un joven que sería entrenado por el legendario Maxe Windy para formar parte del comando espacial de los Jedi-Bendu. Todos los que le rodeaban le dijeron que aquello no tenía sentido alguno, y el joven director tuvo que volver en numerosas ocasiones a la máquina de escribir, intentando depurar la historia, buscando su esencia. No sería hasta que redescubrió dos libros: «El señor de los anillos» y un oscuro ensayo titulado «El héroe de las mil caras», de Joseph Campbell, que fue capaz de concretar su historia. Hoy en día ese ensayo es uno de los textos esenciales de la formación de cualquier guionista estadounidense. Sobre cómo la saga galáctica conecta con las raíces culturales de occidente volveremos en un artículo posterior.

Su reescritura incorporó elementos nuevos como los señores oscuros de Sith y la Estrella de la Muerte, pero seguía acabando en la papelera de los directivos de Hollywood. United Artists la rechazó una vez más, Disney dijo que era muy cara (qué ironía, como se vería después). Lucas estaba a punto de tirar la toalla, pero de pronto un joven ejecutivo de la Twentieth Century Fox llamado Alan Ladd Jr (hijo del famoso actor) se sintió lo bastante confiado con el proyecto como para recibir a Lucas. La película tenía un coste de 8 millones de dólares –que acabaron convirtiéndose en 10, por los imprevistos–. Ladd no comprendía muy bien la historia, pero le impresionó el talento del joven realizador, y acabó estampando su firma en un acuerdo que a la postre redefiniría la industria del cine al completo. El contrato le daba a Lucas 151.079 dólares a cambio del guión y la dirección, con la salvedad –importante letra pequeña– de que el autor se quedaría con los derechos derivados de la obra, una pequeña cantidad habitualmente residual, que venía dada por vender camisetas y muñecos de la película. También volveremos sobre ello en otro artículo.

Con tan escaso presupuesto, una muy exigente fotografía en exteriores y la necesidad de crear a mano todas y cada una de las naves, armas, armaduras y efectos prácticos –el ordenador era, afortunadamente, algo que estaba aún muy lejos de arruinar la experiencia cinematográfica–, Lucas tuvo que contar con actores completamente desconocidos, incluyendo a Mark Hamill, Carrie Fisher y un emergente Harrison Ford. Solo Peter Cushing y Alec Guinness tenían un cierto peso en el cartel, aunque en una fase ya muy tardía de sus carreras no cobraron demasiado.

Así comenzó la fotografía principal de una película titulada «Aventuras de Luke Starkiller, según el Diario de los Whills, saga I: Star Wars». A lo largo del rodaje, harto de tener que mecanografiar cada vez en los encabezados de los guiones tantos vocablos, Lucas iría dejando caer palabras hasta quedarse con las dos últimas, que a la postre fueron el título final.

Luego llegó el 25 de mayo de 1977. Y se estrenó. Y todo cambió.

«Star Wars» se convirtió enseguida en el mayor éxito cinematográfico de todos los tiempos, con 775 millones de dólares. Si ajustamos el precio de la entrada y la inflación, sigue siendo a día de hoy la segunda película más taquillera de la historia, por detrás de «Lo que el viento se llevó» (1939). Faltan solo doce días para saber si ese ranking va a cambiar.

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